¡La santa del pequeño caminito espiritual!

Santa Teresita se sentía una flor igual a muchas otras florcitas del campo, que no llaman la atención de las personas, pero Dios la conoce y es feliz de ofrecerle su belleza y su perfume y devolverle el amor y el cuidado con que la creó. Efectivamente, el amor ocupó en su vida un lugar central. Se propuso amar a Jesús “como jamás había sido amado”.
La bautizaron con el nombre de María Francisca Teresa. Llegó al mundo en pleno invierno de 1873 en Alenzón, a 180 kms de París (Francia). Esta pequeña ciudad francesa, famosa por los duques que muchos años antes habían vivido en ella, sería el lugar indicado para que esta “reinecita”, como le decía su padre, dibujara su pequeño caminito espiritual.
Fue la última de los nueve hermanos nacidos del amor de Luis Martín y María Celia Guérin, su papá y su mamá. Desde los primeros años, corrió por los jardines y jugó en las praderas verdes que rodeaban su hogar, disfrutando especialmente de los árboles mas grandes que se perdían en el espacio infinito y, bajo cuya sombra, recostaba su asombro y su felicidad.
A su padre le encantaba pescar, y muchas veces, subía a Teresita al bote, una aventura para ella maravillosa. Mientras su papá contemplaba en silencio la quietud del agua dispuesto a tomar presa, Teresita concentraba todos sus sentidos en percibir el murmullo del viento...
Teresita era tan caprichosa como inteligente, sensible y tierna. Pero la educación que recibió la ayudó a moderar su carácter. Aprendió enseguida a rezar gracias al ambiente de fe y devoción que la rodeaba. Cuando su mamá murió, Teresita tenía apenas cuatro años y medio. El papá decidió vender la relojería en la que trabajaba y trasladarse, junto con Teresita y sus hermanas María, Paulina y Celina, a una casa en Lisieux, en las afueras de la ciudad, para que sus cuatro hijas recibieran también el cuidado de una tía materna. Su hermana mayor, Paulina, se ocupó de su educación religiosa. Teresita la adoptó como “su segunda mamá”.
Cuando cumplió los ocho años, Luis Martín envió a Teresita a un monasterio de monjas benedictinas de Lisieux para profundizar su educación no solo en los contenidos de la fe cristiana, sino también en todo lo vinculado al cuidado, el sostenimiento y la belleza del hogar. Unos meses después, su hermana Paulina, su “madrecita”, comunicó su deseo de ser monja carmelita e ingresó en el convento. Las hermanas del Carmelo de Lisieux, en aquel tiempo, dedicaban casi siete horas diarias a la oración y trabajaban para ganarse el pan: ese era el tipo de vida que Paulina eligió para consagrarse a Dios. Teresita no tardó en presentarse a la Madre Superiora del Carmelo para pedirle que la dejara entrar a ella también. ¡Pero tenía solo nueve años! La Superiora le explicó que era imposible. Sin embargo, Teresita seguiría insistiendo...
La entrada de Paulina en el Carmelo la puso tan triste que Teresita terminó enfermándose. A pesar de toda la atención recibida, llegó a estar muy grave. En ese estado estaba cuando observó que la imagen de la Virgen que tenía en su cuarto le sonreía, y poco después se curó. Desde aquel entonces, empezó a crecer en ella el deseo cada vez más grande de recibir la Primera Comunión y de rezar por todos aquellos a quienes ayudara el poder de la oración. Así es que su hermana María la preparó, y, en los primeros meses del año 1884, vivió uno de los acontecimientos más felices de toda su vida: comulgó por primera vez y se confirmó.
Con la comunión frecuente y la experiencia de sentir a Jesús en su corazón, volvió a expresar el mayor deseo de todos, el que no había abandonado nunca: entrar en el convento como lo había hecho su hermana Paulina. Pero sus quince años no eran todavía edad suficiente para la admisión. La oportunidad de volver sobre su deseo se presentó en una peregrinación que hizo la familia a Roma. Teresita le pidió permiso al Papa León XIII y, con su orientación y su apoyo, logró, por fin, hacerse monja e ingresar en la Orden Carmelita en abril de 1888.
Desde el primer momento de su vida como religiosa carmelita, Teresita se distinguió por buscar la perfección en las cosas más simples y pequeñas de cada día. Había descubierto el secreto del evangelio: la sencillez, la generosidad y el amor, que dan siempre frutos de paz. Era muy buena con sus hermanas religiosas e incluso, cuando le costaba el carácter de alguna, más se empeñaba en amarla con el amor de Jesús. Quería amar a Jesús “como jamás había sido amado”...
Con Jesús se sentía como una niña que descansa confiada en los brazos de su padre. A esa actitud de confianza sin límites, como un caminito de infancia, la llamaba “el santo abandono”... Cuando el papá se enfermó, su hermana Celina lo atendió y le brindó todos los cuidados. Murió en 1894, acompañado pro el amor inmenso de todas sus hijas. Después de su partida, Celina también entró en el convento. Un año más tarde, la Madre Superiora le pidió a Teresita que escribiera la historia de su vida. Así nació el libro que, de su propio puño y letra, la relata: Con Jesús se sentía como una niña que descansa confiada en los brazos de su padre. A esa actitud de confianza sin límites, como un caminito de infancia, la llamaba “el santo abandono”... Cuando el papá se enfermó, su hermana Celina lo atendió y le brindó todos los cuidados. Murió en 1894, acompañado pro el amor inmenso de todas sus hijas. Después de su partida, Celina también entró en el convento. Un año más tarde, la Madre Superiora le pidió a Teresita que escribiera la historia de su vida. Así nació el libro que, de su propio puño y letra, la relata: “Historia de un alma”.
En su oración cotidiana, siempre tenía en cuenta a los misioneros que atravesaban peligros y dificultades por llevar a Jesús a los que no lo conocían, en tierras extranjeras y lejanas. Aunque nunca salió del convento, la Iglesia la nombró “Patrona de las Misiones”.
Muy joven aún, se enfermó gravemente de tuberculosis, pero ofreció todo su dolor para que muchas otras almas conocieran el amor de Jesús y prometió seguir presentando al cielo las necesidades de quien se lo pidiera...
Teresita murió a los 24 años, fue declarada santa en 1925, y el Papa Juan Pablo II la proclamó en 1997 “Doctora de la Iglesia”. Toda su vida fue una invitación a que nos enamoremos del amor de Jesús con todas nuestras fuerzas, que elijamos el “caminito” de la sencillez y que siempre y en todo nos esforcemos por cumplir la voluntad de Dios. Con sus gestos y sus obras nos enseña que la acción aparentemente más insignificante, hecha con amor, se convierte en algo muy grande, y que estamos llamados a florecer allí donde Dios nos ha plantado.
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